domingo, 11 de junio de 2017

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Hace diez años tenía treinta y ocho, y se me ha olvidado qué estaba haciendo cuando calentaba la sartén del mediodía.
Hace veinte tenía veintiocho, y sé que no era madre y trabajaba en una fábrica de puertas, aunque ninguna de ellas se abría hacia el mar.
Hace treinta tenía dieciocho, y  un vestido blanco de algodón abrazaba mi cuerpo,  un cuerpo que me agradaba de repente porque tenía bonita piel y hermosas piernas y muchas promesas escondidas que empezaron a salir a la luz a través del amor de otros o de mí misma, aunque seguramente pronto se perdió. Recuerdo que daba clases a niños en sus casas y les explicaba cosas que he olvidado por completo, hasta el punto de que ya no puedo explicarle nada a mi propia hija que estudia ahora.
He olvidado que una noche estuve jugando al billar  en  Budapest hasta las seis de la mañana, hasta hace pocos años conservé el papelito  del bar con mis notas escritas por detrás, he olvidado que jugábamos una partida tras otra oyendo acento extranjero en un país donde los extranjeros éramos nosotros, y también he olvidado cómo eran las noches de hotel de aquel viaje.
Recuerdo el frío en las excursiones por no llevar ropa adecuada, y la grima que me daba la gente del grupo que compraba cristal de bohemia en Praga, había una pareja de recién casados y una familia del norte con hijas adolescentes, una de ellas suspiraba por casarse pronto, eso sí lo recuerdo.
Yo iba con mi novio, al que no llamaba así, porque siempre se me han dado mal las nomenclaturas sociales, pero sí recuerdo que lo amaba y también, qué curioso, que me quiso penetrar de la forma en que jamás nadie lo ha hecho ni lo hará mientras mi cuerpo no sea cadáver, y de esa manera se puede decir que en Viena no me doblegaron, ni siquiera ese amor que consideraba tan auténtico.
Al final siempre he quedado yo, con mis harapos y mis rastrojos en la boca, bajándome del tren cuando ya no me gusta el paisaje, y creo que en cada batalla las lágrimas tienen más poder cauterizante, pero al mismo tiempo estoy más cansada.
Hasta el punto de que llegaré a un momento en el que al igual que mi padre, asomaré la nariz en una casa vacía, donde sólo  cabrá mi desorden y mis manías de vieja, a la que seguramente no llegará ni el rastro que deja la vida activa, con hijos y esposos y empleos.
Mis novios siempre me han regalado libros feministas, desde el primer verano de vestido de algodón hasta los tiempos actuales, y nunca han sabido el daño que me hacían y se hacían a ellos mismos, porque abres los ojos de forma diferente sobre tu propia existencia; y si esto fuera un trato, un convencionalismo? ¿Dónde queda lo que yo soy en todo esto? ¿Hasta qué punto una es sincera consigo misma cuando acepta una relación sin preguntarse si se basa en algo que merezca la pena consolidar? ¿Es posible renovarla cada día como se renueva la tarjeta del metro, o estas cosas escapan a todo control? ¿Cómo puede la gente estar casada treinta años? ¿Soy la única que se pregunta esto?
Cae el calor a chorros y junto al interrogatorio habitual de mis análisis, el duendecillo de la ingratitud, que me sopla 990 de las mil formas que existen de ser ingrata, me tira de las orejas divertido y me recuerda que ya son cuarenta y ocho.
Cuarenta y ocho se empiezan a inclinar como la torre de Pisa, y todavía no sabes quién eres.
Pobrecita de ti.
Menos mal que por eso mismo siempre serás joven, nunca llevarás como decía Bryce Echenique pantuflas en el alma, menos mal que por esto mismo siempre serás follable, no faltan exploradores que busquen el misterio dentro de las pirámides.
Y menos mal que mañana se me habrá olvidado todo esto.

Despedida

Creo que abrí este blog en el año 2009, y hoy decido que lo cierro,once años después;no deja de ser una friolera, teniendo en cuenta la gent...